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domingo, 10 de octubre de 2010

Narrativa breve

EL CINE COMO EDUCACION SENTIMENTAL

El tipo se pasea impaciente frente a la entrada de un cine, un ir y venir mecánico por la vereda. Consulta cada tanto su reloj, parece esperar a alguien (a ella, suponemos). Es un cine de barrio, uno de esos cines antiguos de nuestra adolescencia, con puertas vaivén de vidrio que tienen pegados afiches a color de la película. El tipo parece molesto por la demora, lo indica un gesto de disgusto en toda su cara, especialmente en los ojos. Pero, si lo miramos con atención, podremos ver que también en su ojos hay, aunque un poco más atrás, como escondido, algo parecido al miedo. Eso es, un miedo escondido que el brillo de encono no logra ocultar del todo. Como si el tipo tuviera miedo de tener miedo. Se detiene, prende un cigarrillo, vuelve a consultar el reloj, sopla el humo con fuerza, lo escupe casi. Ese gesto iracundo pertenece al disgusto. El humo que se disipa casi al instante es, en cambio, una metáfora del miedo. Ahora retoma el ir y venir, sus labios parecen murmurar algo, una frase descalificadora o insultante (para ella, suponemos), donde el tipo busca cobijarse. Algunos rezagados entran casi atropelladamente, la película está a punto de empezar o ya empezó hace algunos minutos. Antes de que las puertas detengan su vaivén, el tipo atisba hacia adentro. Alcanza a ver parte del hall iluminado y vacío, aunque acogedor, mientras una de sus manos estruja dos entradas en el bolsillo del saco y la otra sostiene el cigarrillo levemente tembloroso. El tipo siente impulsos de entrar, no hay guardián con capa de piel y barba de tártaro que se lo impida, no está ante las puertas de la Ley, es nada más que un cine de barrio de esos que ya no existen. Bastaría empujar con el hombro y... Pero en el bolsillo del saco su mano estruja dos entradas. Mira sin ver el afiche de una de las puertas. Si prestara atención, quizás encontraría en la foto a color del protagonista una pista que le permitiese entender. Pero aparta la mirada, como con miedo. Da una última pitada y retoma el ir y venir, aunque en trayectos cada vez más largos. Parece que se aleja para no volver pero vuelve. Una, dos, tres veces. Parece sosegado ahora, parece caminar sobre una línea intermedia entre el encono y el miedo. Saca las dos entradas y las rompe, con movimientos lentos y seguros, como ejecutando un ritual o como cerrando un pleito. Arroja los fragmentos de papel al aire, que revolotean como inofensivas maripositas, de esas que viven una sola noche. Después prende otro cigarrillo y se aleja, ya no vuelve, hasta perderse en un punto impreciso de la noche. Sobre la vereda sin nadie, rachas de viento le dan, de vez en cuando, vida efímera a las maripositas muertas. Dentro, en la pantalla, los espectadores pueden ver cómo el hombre que esperaba inútilmente a una mujer en la puerta de un cine de barrio, antiguo, de esos que ya no existen, se pierde en la noche fumando un cigarrillo.
Alberto Ramponelli (inédito)

miércoles, 28 de julio de 2010

Narrativa breve

SOLCITO


Ella era un sol. “Un solcito”, la llamaba su padre. Pero de golpe se tiró toda la noche encima y se apagó. Con una 22, en su propia boca, con su propia mano. Penas del corazón, podría titularse, como en un viejo folletín. “No puedo vivir con esto”, repetía su padre, y ella no podía contestarle porque se había metido en una noche que de tan larga no tenía retorno. Como tomarse un tren con boleto de ida solamente. El tren de la noche, que únicamente va. Pero no se lleva todo. Se lleva lo más importante, sí, el soplo vital que animaba el cuerpo o lo que podríamos llamar el núcleo ígneo del cuerpo de Solcito, y deja de este lado nada más que residuos miserables, pedazos de historias ya irreversibles como la luz de las estrellas muertas, el padre repitiendo “no puedo vivir con esto”, el padre que alguna vez fue policía y ahora está retirado y se encamina hacia una vejez insoportable, el padre que siendo policía le compró a su hija, tiempo atrás, una 22, y le enseñó a usarla, para que tuviera con qué defenderse en estos tiempos difíciles, para que ella dañara primero a quien intentara dañarla. Y eso fue lo que Solcito hizo. Se dañó.
Alberto Ramponelli (inédito)

miércoles, 23 de junio de 2010

Narrativa breve

VI
EL CORONEL NO TIENE QUIEN LO ESCUCHE

El viejo coronel está solo, dicen, y nadie lo escucha. Aunque, realmente, ¿puede afirmarse, sin el menor riesgo de error, que sí, que está solo y nadie lo escucha? Nadie, claro, salvo el puñado de momias que lo sigue con la misma obsecuencia, aunque reblandecida, de los viejos tiempos, cuando el coronel era una alternativa de poder en los ámbitos militares. El también -él más que ninguno- es un resabio momificado de esos viejos tiempos que, por suerte y para bien de todos, constituyen una etapa definitivamente superada de nuestra compleja historia.
Algunos, para burlarse, insisten en compararlo con aquel otro coronel colombiano que, patéticamente olvidado, se entretenía en raspar con un cuchillo el fondo miserable de un tarro de café. Sin embargo, hay quienes dudan de que nuestro coronel merezca la aplicación en su persona de esa bella metáfora de la desolación. Aquel militar colombiano, aún en sus desvaríos, había resultado un patriota. Y el olvido en que terminaba sus días daba la impresión de constituir a todas luces una injusticia. Nuestro coronel, en cambio, dicen, merece raspar vanamente el óxido de su final como una de las formas más perfectas de la justicia.
Alberto Ramponelli (fragmento de "Apuntes para una biografía", novela, Ed. Simurg, 2009)

sábado, 12 de junio de 2010

Narrativa breve

EL ASESINO SE ARREPIENTE

Cierto pasaje de Hegel dice: “...la vida ultrajada aparece como un poder hostil contra el culpable y lo persigue de igual modo que éste había perseguido a aquélla: así el castigo como destino es la reacción idéntica a la del acto del propio ofensor, de un poder que él mismo ha armado, de un enemigo convertido en enemigo por él mismo”.
Claro, él no había leído este pasaje de Hegel, o si lo había leído no lo tuvo en cuenta cuando, dejándose llevar por la ira, mató a Juan delante de testigos. A partir de ese momento tuvo que escapar y esconderse. Sabía que la ley lo buscaba, tomó precauciones. No se quedaba demasiado tiempo en ningún sitio, prefería trabajos nocturnos para reducir su exposición pública, cortó todo lazo con su familia. Se volvió receloso, solitario. Sintió que podía acostumbrarse a esta vida, en definitiva pautada por ciertos requisitos, como cualquier otra.
No pudo acostumbrarse, sin embargo, a un hecho imprevisto: la presencia de Juan. Una presencia que fue agrandándose día tras día. Acechante, amenazador, Juan estaba en todas las cosas. En caras y miradas, en las sombras de su pieza, en los espejos, en la sirena que atravesando la noche llegaba hasta su insomnio. También fueron Juan los policías que finalmente lo apresaron, los jueces que dictaminaron su condena, incluso esa página del código penal en que los jueces basaron su dictamen. Fueron Juan los carceleros, los demás reclusos con quienes compartía el cautiverio, las horas del reloj, los días en el calendario, la soledad, las sombras, ahora, de su celda.
Entonces el hombre deseó desconsoladamente un imposible: que las cosas hubieran ocurrido a la inversa, que el muerto fuera él y no el otro, para así perseguir a Juan, con la forma imbatible de un fantasma, hasta el fin de los días.
Alberto Ramponelli (“Una costumbre de Oceanía”, Ed. Simurg, 2006)

sábado, 5 de junio de 2010

Narrativa breve

UN PAPEL ARRUGADO

Usted busca un nombre, dijo, un nombre que no existe. O mejor dicho, usted busca un nombre vacío, un nombre que no tiene cuerpo. Quiero decir, no hay ningún cuerpo que pertenezca a ese nombre. Es más, dijo, me atrevería a decirle que nunca lo hubo. Porque, vamos a ver, quién podría llamarse de ese modo. Nadie, hombre o mujer, para el caso es lo mismo. Nadie. No importa que usted lo busque, que tenga ese nombre escrito en un papel arrugado, que en ese papel debajo del nombre figure esta dirección. Tampoco creo que se trate de un equívoco. Simplemente pasa esto, usted busca un nombre que no tiene cuerpo, y un nombre sin cuerpo es nada más que lo ya dicho: un nombre vacío. O, para ser aún más estrictos, un vacío. Y no interprete que busco ponerme metafísico, dijo. Menos todavía, esotérico. Soy estrictamente objetivo, un nombre vacío es a lo sumo un nombre sobre un papel. La dirección tampoco agrega ni quita nada, es también un nombre, con el agregado de un número, sobre un papel. Y acabamos de acordar que un nombre sobre un papel no es nada. Es un vacío, sin metafísica ni esoterismo. Que yo viva o esté aquí para contestar a sus preguntas, no sirve tampoco de mucho. Una mera casualidad, una circunstancia fortuita. Hasta ociosa, podríamos decir, dado que, según hemos convenido, usted no busca a nadie. Puede irse tranquilo ahora, dijo, acabo de quitarle un peso de encima. Y vaya si lo es buscar un nombre vacío, buscar a nadie, y en la dirección donde no está.
Alberto Ramponelli ("Una costumbre de Oceanía", 2006, Ed. Simurg)